Vivimos entre certezas, aferrándonos a la ilusión de estabilidad en un mundo que constantemente nos recuerda lo contrario.
La vida misma nos enseña la transitoriedad de todo aquello que consideramos sólido y seguro. Los eventos que pensábamos predecibles, las cualidades que creíamos innamovibles, el conocimiento que nos parecía inquebrantable... todo se desvanece ante el flujo implacable del cambio.
A pesar de ello, seguimos buscando seguridad en un terreno que sabemos falso. Nos resistimos a aceptar la impermanencia constante que define nuestra existencia.
En cada etapa de nuestras vidas, construimos una identidad que a menudo defendemos con fervor. Sin embargo, llega el día en que esta identidad se desvanece, y nos negamos a aceptarlo.
Entendemos que todo sigue un ciclo: nacimiento, crecimiento, apogeo, declive y muerte. Podríamos decir que a lo largo de estos ciclos, vivimos múltiples vidas dentro de una sola.
Nos enfrentamos a momentos caóticos, donde la realidad que conocíamos muere y la nueva aún no ha nacido. En estas encrucijadas, quizás el único testigo que permanece imperturbable es nuestra consciencia interna.
Desde esta calma, podemos observar y atestiguar sin dejarnos arrastrar por las emociones de pérdida, invocando nuestras capacidades más profundas: compasión, aceptación y confianza.
En estos momentos, el alma se revela en toda su grandeza.
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